Colonia Yucatán

Don Abraham “El Capi” Martín su primer trabajo en La Triplay y su encuentro con los antiguos vestigios mayas de Cincimato, hoy Colonia Yucatán.

(Tercera parte y final

Desde el Campamento La Sierra, caminamos ahora sí, a través de un buen camino sin tropiezos ni riesgos y llegamos a La Triplay, donde al llegar solo vimos en el centro, lo que con el tiempo sería la plaza principal, una casita de tablones y una persona atendiendo gente, que como nosotros buscaba chamba. En eso estábamos cuando vimos a un amigo de Izamal que vivía cerca de mi casa, se llamaba Benito Ek  y estaba pensando en quitarse de Triplay y nos dijo ¡éstas son puras  pendejadas, está cabrón, es muy dura la chamba, no se gana nada, se trabaja de  sol a sol, hay mucha presión de los capataces y como esto no me gusta, me iré de acá apenas salga el camión de carga a Tizimín! . Bueno pues tú te vas y nosotros nos quedamos, porque queremos trabajar y ver cómo nos va.

Le preguntamos entonces que dónde se pide la chamba y nos señaló una casita que servía de oficina y hacía allá nos dirigimos donde estaba un señor que, creo, tomaba la lista de los que entraban a trabajar. Supimos que era una persona de Valladolid y que era muy bravo, ya que trataba a todos con descortesía como luego nos tocó experimentar. Seguramente tenía que comportarse así, ya que llegaba gente de todos lados, sin conocerse entre ellos, no se podía confiar en nadie, y eso lo ponía alerta, ya que todos proveníamos de diferentes pueblos.

Ya que nos tocó nuestro turno, después de hacer la “cola”, sucios y hambrientos, pedimos la oportunidad de trabajar en la fábrica, pero nos dijeron: “en este momento no hay trabajo en la fábrica, pero necesito chambeadores para sacar piedras de los cerros, pues se necesita materia prima para las construcciones. Ta’ bueno, sí lo hacemos, le dijimos, pero como mi compañero era medio “fifí”, dijo “maare” yo no voy a hacer esa chamba, si no hay una chamba mejor yo me voy, aunque me voy a quedar unos días y a ver qué pasa paisano. Yo enseguida y sin pensarlo mucho acepté y al día siguiente me presenté a la hora y el lugar donde me entregaron un pico, una pala y una carretilla y es cuando me dice el encargado de los trabajos -vas a escarbar escombro de ese cerro hasta encontrar piedras y cuando las veas las empiezas a limpiar de la tierra y las vas seleccionando- pero tienen que ser rectangulares y de buen tamaño. Fue así como empecé a escarbar y al cabo de un rato, cuando ya había avanzado como dos metros empezaron a aparecer las piedras en abundancia y la chamba consistía en limpiarlas y estibarlas de una en una, hasta llegar a 200, que era la tarea por la que me pagarían 4 pesos por día. El cerro que me tocó escarbar era alto, cuyo frente se encontraba donde hoy está la tienda El Diamante, pero me tocó trabajar también en la parte de atrás de lo que luego supimos era una pirámide maya.

Así estuve trabajando parte del día bajo el fuerte sol y casi al medio día apareció debajo de una de las piedras una gran culebra que en mi pueblo conocíamos como Cuatro Narices, lo que me impactó y me dio mucho miedo porque este bicho que vi que tenía en su cuerpo algo parecido a varios pelos como nunca antes había visto, seguramente es muy vieja pensé. Ya más tarde, casi al terminar la jornada laboral, llegó el encargado de la chamba y me preguntó que cuántas piedras había sacado, y le dije son 200, entonces cuéntalas delante de mí otra vez, me dijo, y así lo hice una por una. Había algunas que no alcanzaban la medida de 40 cms. y me las rechazaba, puesto que tenían que tener una medida igual, o sea como del tamaño de los bloques de concreto actuales. Como muchos no tenían la medida, me las rechazaron y continué escarbando durante la tarde hasta llegar a las 200 convenidas. Al segundo día regresé al mismo lugar y dije este señor me chingó ayer, así que hoy no sacaré las que tengan menos tamaño, y entonces con una varilla que me había dado como unidad de medida, pronto llegué a la tarea de sacar 200 piedras, pero con menor esfuerzo. Lo mismo ocurrió en el tercer día de trabajo, solo que, al concluir la jornada laboral, y ya en la tarde al recibir mi trabajo, me dijo el encargado lo que yo ansiaba escuchar, ¡mañana vas a trabajar en la fábrica! y esa noche después de almorzar y cenar al mismo tiempo, me dormí muy cansado, pero contento, deseando amaneciera pronto para conocer mi nuevo trabajo.

La oportunidad que se me presentó tenía que aprovecharla- pensé- el insomnio hizo presa de mí y a pesar de tener el cuerpo cansado no pude dormir como hubiera querido, sentí que apenas pestañé y ya era la mañana. Antes a través de otros compañeros me había enterado que en los trabajos de la fábrica la gente no tardaba, debido a que había muchas exigencias de parte de los encargados. No podías descansar un rato o siquiera sentarte, a cada rato había alguien que te decía jálale, jálale, hay que chambear. Y como muchos que veníamos de la zona henequenera no estábamos acostumbrados a tener patrones ni vigilancia cercana, muchos no aguantaban el trato, les hervía la sangre y mejor se iban, se retiraban, nadie los corría. Por eso recuerdo que muchos de los que se fueron por estos motivos no tardaron en regresar a pedir chamba, debido a que es más duro el hambre y la necesidad que el orgullo, en busca de esa chamba que no había en nuestros pueblos y mucho menos donde te pagaran cuatro pesos el jornal, en lugar de los dos que se ganaban fuera de acá y creo que en todo el estado.

Al amanecer de ese día me presenté a trabajar en la sección de la secadora, juro que no sabía que era eso, o de qué se trataba, pero fui aprendiendo lo que tenía que hacer. Jamás había tocado alguna madera dentro de un proceso, y mi chamba consistía en vigilar que la madera saliera sin huecos; hoja por hoja y una por una las iba revisando, luego con ayuda de un compañero de la misma área, juntábamos las chapas y con el apoyo de dos maderas las movíamos para apilarlas en unas estibas donde formábamos los montículos de producto terminado. La secadora era una máquina de pura parrilla, donde se ponía a secar el triplay que se acaba de hacer. Más adelante, y creo que por mis méritos o porque vieron cómo me desempeñaba, me pasaron a la sección de prensa, que era un trabajo mejor, de más calidad, donde sale el producto para vender, allá estuve trabajando un tiempo, siempre ganado 4 pesos diarios.

En esa época aún no había en La Triplay médico ni hospital y era un lugar inhóspito donde había enfermedades y accidentes a cada rato. Para atender los problemas de salud la empresa había contratado a don Álvaro Muñoz, un químico que andaba con su “tacita” donde preparaba sus medicamentos. Siempre se encontraba desde temprana hora en la oficina de dos pisos que tenía el encargado en los terrenos de la fábrica, ocupando la planta baja donde tenía un mostrador a través del cual te atendía. Solo era cuestión de llegar a él y nos preguntaba, ¿Que tienes?, y sin examinarnos, puesto que no era médico, enseguida nos preparaba algo, machacando unas pastillas que aglutinaba con algo y nos lo daba a beber o tragar. A mí me curó de una fiebre palúdica que ya mero me mataba, y en “dos patadas” después de tomar su medicina quedé bien, y nunca me volvió a dar el paludismo.

Fin del trabajo en las fábricas.

Con un dejo de nostalgia en el rostro, don Abraham Martín me mira, pero sé que su mirada no está sobre mi rostro, sé que ante mí y en mis preguntas se abre una puerta a sus recuerdos. Él está frente a mí, detrás de la mesita que sostienen nuestras tazas de café, y sus ojos tienen esa nostalgia por la juventud, por todas aquellas vivencias. Cuántas anécdotas cruzan hoy su mente, y comienzan a ordenarse, cuántos rostros, aquellas lluvias, aquellos días de sol que compartiera con sus amigos, su familia, todo eso pasa por sus ojos, por su rostro que hoy puedo mirar. Se aclara la garganta y me cuenta de cómo entró al Sindicato de Madereros, y lo que ocurrió al cerrarse las fábricas en 1975.

Todos sabíamos que se estaba gastando la materia prima, en este caso la madera y las gomas que eran el producto principal para los aglomerados en este caso, pero aun así seguíamos trabajando tranquilos y nuestras familias llevando una vida normal, al igual que nuestros hijos. Estábamos trabajando tranquilos un día antes, pero cuando amaneció una mañana todos los que laborábamos en el primer turno no oímos el “pito” de la fábrica, pero nos dimos cuenta que ya había amanecido como todos los días. Entonces salí de mi casa y fui a ver qué había pasado, porque no se había dado la señal de entrada y es cuando noté que la gente se empezaba a agolpar a las puertas de las fábricas esperando que abrieran. Nos dijeron que los que trabajaban en las calderas no se habían presentado a encenderlas, que no había ningún jefe y que no sabían por qué, nadie había recibido algún aviso.

Entonces la directiva del sindicato empezó a averiguar qué había pasado, por qué no habían abierto las entradas de las fábricas y fue cuando se escuchó por primera vez que las fábricas se fueron a la quiebra y por eso no volverían a abrir. Pero que aparentemente ya se había contactado a un futuro comprador que en una semana cuando mucho echaría de nuevo a andar las maquinarias. Opté por regresar a mi casa informándole a mi esposa, quien se sobresaltó, que las fábricas no abrieron y me dijo ¡que vamos hacer¡

Don Abraham Martín, un buen hombre, falleció en Colonia Yucatán en su casa de avenida Cedros hace pocos años llegando a los 104 años de edad.

José Antonio Ruiz Silva.

Asociación de Cronistas e Historiadores de Yucatán A.C.

Fuente: Colonia Yucatán: Decadencia y migración (La historia de sus hombres y mujeres exitosos) 2013.