Puerto San Felipe, Yucatán: Donde el agua cuenta historias.

A 193 kilómetros de Mérida, en el extremo norte de Yucatán, se encuentra el municipio de San Felipe, con un puerto que no solo mira al mar, sino que dialoga con él. Su territorio, de más de 680 km², se extiende como una lengua de tierra que abraza la entrada del estero conocido como Ría Lagartos —o Río Lagartos, como lo nombraron los españoles en el siglo XVI, cuando sus embarcaciones surcaban estas aguas por primera vez.
Este estero serpentea más de 80 kilómetros entre los puertos de Río Lagartos, San Felipe, Las Coloradas y El Cuyo, formando un corredor biológico donde el agua dulce de los cenotes subterráneos se entrelaza con el aliento salado del Golfo de México. San Felipe se convierte así en un punto de encuentro entre dos mundos: el terrestre y el marino, el ancestral y el contemporáneo. A su izquierda, la Reserva Estatal de Dzilám de Bravo; a su derecha, la Biósfera de Ría Lagartos. Y como salida al mar, un canal de navegación que se abre paso entre manglares y petenes, como si la tierra misma ofreciera un respiro al océano.
Orígenes entre arena y memoria
La historia de San Felipe comienza en una playa conocida por los antiguos mayas como Actum Chuleb, cercana a la mítica Isla Cerritos. Este islote, hoy cubierto de vestigios arqueológicos, fue en su tiempo un nodo comercial vital entre los pueblos del Golfo de México y el Caribe. Desde sus costas, se tejían rutas hacia Chichén Itzá, y en los montes y ranchos cercanos aún se pueden encontrar vestigios que susurran esa conexión.
Aunque San Felipe se separó administrativamente de Panabá en 1853, fue hasta el 12 de julio de 1935 que se le reconoció oficialmente como municipio libre. Desde entonces, ha sido guardián de su propia historia, escrita con salitre, madera y viento.
Arquitectura viva y comunidad resiliente.
San Felipe no se parece a ningún otro pueblo de Yucatán. Sus casas de madera, pintadas con colores que desafían la monotonía del horizonte, son testimonio de una adaptación ingeniosa al entorno costero. No son solo viviendas: son refugios contra el viento, contra la humedad, contra el olvido.
La comunidad, tejida con hilos de tradición y solidaridad, ha enfrentado los embates de la naturaleza con una dignidad que conmueve.
San Felipe, 2002: El huracán que marcó una generación.
Corría el mes de septiembre del año 2002 cuando el cielo sobre Yucatán comenzó a oscurecerse con presagios de tormenta. El día 22, alrededor de las cinco de la tarde, el huracán Isidoro tocó tierra por la costa oriental del estado, cerca de Telchac Puerto. Con vientos que alcanzaban los 200 kilómetros por hora y lluvias torrenciales, la furia del ciclón se extendió por toda la región, dejando una estela de destrucción.
Aunque San Felipe no fue el punto de entrada directo del fenómeno, su cercanía al impacto lo convirtió en uno de los municipios más golpeados. Las olas y el viento arrasaron con la infraestructura local, paralizando la actividad pesquera —el alma económica del puerto— y dejando a la comunidad sin agua ni electricidad durante varios días. Las calles se llenaron de escombros, los hogares se inundaron, y el silencio de la noche solo era interrumpido por el crujir de lo que alguna vez fue.
El recuerdo de Isidoro permanece en la memoria colectiva de San Felipe, no solo como una tragedia natural, sino como el momento en que la solidaridad, el liderazgo y la esperanza se alzaron entre los escombros.
Cenotes que susurran alternativas.
Ante la devastación, San Felipe miró hacia adentro. El cenote manantial Sayachuleb se convirtió en símbolo de esperanza, y junto a él, otros cuerpos de agua afloraron como alternativas para un turismo sustentable: Dzonot Uicab, Ebtun 1 y 2, El Guerrero, Esperanza, Kalakdzonot, Kay Yaxché, San Antonio, San Diego, San Juan, San Pedro, Xcocol e X Kanjá. Cada uno guarda una historia, una posibilidad, una promesa.
Entre redes y senderos.
La pesca sigue siendo el corazón económico de San Felipe, aportando la mitad de los ingresos familiares. Pero el mar, generoso y exigente, ha enseñado que la abundancia no es eterna. Por eso, el municipio ha comenzado a diversificar sus horizontes: paseos en lancha por los manglares, pesca deportiva, visita a cenotes como el “Ojo de Agua Kambulnah”, caminatas por playas como Punta Nichil y Punta Bachul, y visitas a los vestigios de Isla Cerritos.
Caminar por el malecón al atardecer es escuchar el eco de generaciones que han vivido en diálogo con el agua. La ría no termina en sus límites geográficos: se prolonga en las historias, en los sabores del pescado fresco, en las leyendas que hablan de tormentas y milagros, en la mirada de quienes saben leer el cielo para predecir el mar.
José Antonio Ruiz Silva. ( Aj Dzonot_Káax RuizS.)
Asociación de Cronistas e Historiadores de Yucatán A.C.
Agosto, 2025.