Tierra adentro: Yucatán revelado.

Ocurrió en la estación de trenes de Tunkás, Yucatán.

Ocurrió en la estación de trenes de Tunkás, Yucatán.

Testimonio del Ing. Felipe Rodríguez Ramírez

Adaptación narrativa: José Antonio Ruiz Silva

Asociación de Cronistas e Historiadores de Yucatán A.C.

Agosto 17, 2025

Antes de contar mi historia, permítanme hablarles de Tunkás, ese antiguo poblado del oriente de Yucatán que guarda en sus piedras la memoria de generaciones. Su nombre viene del maya: Tun (piedra) y Kas (barda o albarrada), lo que se traduce como “cerco de piedras”. A casi cien kilómetros de Mérida, Tunkás se extiende por más de 500 kilómetros cuadrados, incluyendo sus comisarías San José Pictuch y San Antonio Chuc.

Durante años, la vida económica del municipio giró en torno al henequén. Pero cuando esa industria comenzó a declinar, la miel tomó protagonismo. Fue tal su auge que se instaló una procesadora de miel, cera, propóleo y jalea real, dando nuevo impulso a la economía local.

La llegada del ferrocarril fue otro hito que transformó la región. La empresa yucateca Ferrocarriles Unidos de Yucatán construyó la línea hacia Valladolid y el ramal que desde Dzitás conectaba con Calotmul, Espita y Tizimín. En Tunkás se levantó una estación con bodega, tanque de agua para las locomotoras de vapor, oficinas y andenes techados. Aquella estación no solo facilitó el transporte de productos agrícolas, especialmente henequén, sino también el movimiento de personas. Hoy, aunque ya no está en funcionamiento, sigue siendo un símbolo de identidad local y un testimonio arquitectónico del auge ferroviario en Yucatán.

Fue en ese contexto que comenzó mi propia travesía.

Nunca olvidaré aquel viaje que marcó el inicio de mi vida en tierras yucatecas. Era julio de 1945 cuando abordé un elegante DC-3 de Mexicana de Aviación, rumbo a Mérida. Viajaba como nuevo empleado de Maderera del Trópico, empresa dirigida por el Ing. Alfredo Medina Vidiella, pionero de la industria maderera en la región.

Pasé la noche en Mérida, aprovechando para conocer la ciudad, empaparme de los rumores y planes de las empresas madereras, y convivir con otros recién contratados. Todos estábamos a la expectativa, sabiendo que pronto partiríamos hacia Colonia Yucatán, pero sin imaginar lo que nos esperaba.

El lunes 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, emprendimos el viaje en un vagón especial del ferrocarril. Éramos Rice, Jo, Frank, su esposa y yo. Salimos temprano, y a media mañana llegamos a Tizimín bajo un aguacero torrencial. Era la época de lluvias en su apogeo, y el calor, la humedad y la incertidumbre me tenían sudando a chorros.

Durante el trayecto, al pasar por la estación de Tunkás, me asomé por la ventanilla del vagón. Allí presencié una escena que se me quedó grabada: un grupo de peones cargadores maniobraba en las bodegas del ferrocarril. Uno de ellos, corpulento, sin camisa, con la cachucha calada y los pies descalzos, cargaba un saco de maíz como si fuera de papel. El sudor le escurría como si lo hubieran bañado con manguera. Lo observé con asombro, pensando que muy pronto yo estaría igual, enfrentando el calor, el trabajo y lo desconocido.

Finalmente, tras muchas horas de viaje, llegamos a Tizimín. En la pequeña oficina de la estación nos esperaba don Jesús Rodríguez, mejor conocido como “el Chibacán”. Nos subió a un camión de carga y nos llevó por una brecha de 45 kilómetros hasta Colonia Yucatán. La lluvia no cesaba, y el camino era un constante zangoloteo entre charcos y golpes.

Arribé a La Colonia entrada la noche, bajo una tormenta que parecía no tener fin. El lugar era oscuro, silencioso, y yo me sentía completamente perdido. Lo único que me rondaba la cabeza era el rumor de víboras y tigres. Así, en medio de la lluvia, la oscuridad y la incertidumbre, comenzó mi larga aventura en la inolvidable Colonia Yucatán, Tizimín.